Mi padre, José Ramírez III, era un espíritu inquieto, siempre buscando nuevas mejoras para el sonido de sus guitarras, y al tener eso siempre presente no era raro que se le ocurrieran cosas inspiradas por las situaciones del día a día, convirtiendo lo cotidiano en una cantera de descubrimientos.

Así fue cómo desarrolló la guitarra de Cámara.

¿Cómo desarrolló la Guitarra de Cámara de José Ramírez III?

Se estaba afeitando, como cada día -cuando todavía se afeitaba- con el agua del grifo corriendo y las puertecillas del armarito del lavabo abiertas de par en par; cuando fue a cerrarlas se dio cuenta del cambio del sonido del correr del agua, así que se puso a abrirlas y cerrarlas y, según lo hacía, el sonido del agua era más nítido, o bien más abierto, o más íntimo, o muchas más variantes que le llenaron de una imperiosa necesidad de aplicar eso a una guitarra.

Varios fueron los experimentos que realizó, instalando una aleta de palosanto en el interior de la guitarra, encolada con zoquetillos hacia la mitad de los aros, con un hueco en el centro con la forma del contorno de guitarra que, en unos casos, era más amplio y en otros más estrecho, buscando la apertura idónea para dar con el mejor resultado. Lo que estaba buscando era un sonido nítido, limpio, aún rico en armónicos pese a todo.

Finalmente, después de hacerle probar los diferentes prototipos al maestro Segovia, este eligió uno como la opción que más le gustó, que le gustó mucho por cierto, y estuvo tocando aquella guitarra en varios de sus conciertos.

El resultado fue no solo la nitidez y la claridad de sonido que andaba buscando, sino también la particularidad de separar las notas, a pesar de la riqueza de armónicos, de modo que la guitarra de Cámara se convirtió en un instrumento adecuado para las grabaciones, como varios guitarristas constataron.

A comienzos del 2000 decidí hacer unas pruebas utilizando la misma madera de la tapa en la aleta. La de la cámara y tapa de cedro se vendió inmediatamente, mientras que la de la cámara y la tapa de abeto permaneció durante muchos meses sin que nadie se animara a comprarla, porque no acababa de sacar su sonido.

Así que le dije al encargado de la tienda que todos los días dedicara al menos media hora a tocarla, sabiendo que el abeto tarda en dar su respuesta y necesita que se le preste mucha atención para regalar su riqueza sonora, pues le gusta hacerse de rogar. Lo hizo de mala gana, pues no le gustaba cómo sonaba, pero al cabo de una semana de estar tocándola a diario, se enamoró de aquella guitarra hasta el punto de que no la quería vender. En fin, había que venderla, así que se resignó y en dos días un guitarrista se la llevó entusiasmado.

Artículo escrito por Amalia Ramírez.

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