Hay algo admirable, profundamente humano, en quien —pese al dolor, pese a la adversidad, pese a lo inesperado— decide cumplir con su destino. No por obligación ni por imposición, sino por fidelidad a una vocación íntima, a un oficio que ha elegido para toda la vida.
El pasado viernes 17 de octubre, en Madrid, dentro de la programación del Festival Internacional Andrés Segovia, asistimos a un acto de esos que pueden pasar desapercibidos, que el tiempo podrá arrojar al olvido, pero que, sin embargo, contienen más verdad que muchas grandes giras: el guitarrista polaco Marcin Dylla, tras sufrir una lesión la noche anterior en el aeropuerto, salió al escenario con su guitarra y, con el rostro marcado por el dolor, ofreció medio recital.
Medio recital… y una lección entera
Se dice pronto: al llegar a Madrid, tras aterrizar, fue embestido accidentalmente por otra persona. El impacto tuvo que ser fuerte, lo suficiente como para comprometer su brazo izquierdo y que, al día siguiente, durante el concierto, su mano se notara notablemente hinchada. Cada nota, cada compás, cada frase musical llevaba impresa la huella del esfuerzo.
La primera pieza que ofreció de Manuel Ponce no sonaba con la soltura habitual que le caracteriza, ni tampoco lo hizo la Fantasía-Sonata op. 22 de Joan Manén. Sin embargo, Dylla conoce el lenguaje de la guitarra como el que habla su lengua materna. El resultado fue un momento irrepetible, íntimo, frágil. Quienes estuvimos allí aquella tarde no lo recordaremos por la perfección de su digitación, sino por algo más profundo: por haber sido testigos de cómo, incluso en el límite, un verdadero artista es capaz de sobreponerse a la adversidad.
Y eso fue lo que hizo Dylla aquella noche, demostrar un compromiso con la guitarra que no resulta habitual en los tiempos que corren. A pesar del dolor físico, que se iba haciendo cada vez más palpable, el polaco terminó el concierto interpretando y fusionando dos piezas: Kitab I, de José María Sánchez-Verdú, e Invocación y danza, de Joaquín Rodrigo. Dos piezas dispares que Dylla no solo consiguió entretejer e interpretar con la musicalidad que le caracteriza sino con una meticulosidad técnica que, dadas las circunstancias, resultó abrumadora.
Fue un acto de compromiso con la guitarra
Marcin Dylla podría haber suspendido el concierto de aquella tarde. Todos los espectadores lo habrían comprendido. Sin embargo, no lo hizo. Decidió tocar. Y ese gesto, que podría parecer un simple acto de responsabilidad, fue algo más. Y esa elección, que podría pasar inadvertida, es en realidad una defensa silenciosa del arte entendido como vocación.
Y si Dylla mostró determinación aquel viernes, no menos importante fue el gesto de amistad y compañerismo de Raphaella Smits, quien recién aterrizada en la ciudad ofreció, de manera improvisada y a petición de la organización, un magnífico repertorio con su deliciosa guitarra romántica para completar el recital.
No cabe duda de que este año, el Festival Internacional Andrés Segovia no solo ha contado con un magnífico cartel sino con personas que llevan la guitarra a territorios repletos de emoción que amplían las fronteras del arte.
Cristina Ramírez y Gonzalo Montero
