He aquí algunas anécdotas divertidas relacionadas con la guitarra. Para hacernos unas risas. Sin más pretensiones. Solo una invitación a compartir un buen rato.
Esto es un saldo
Para los que no conocieron la tienda de Concepción Jerónima nº 2, haré una breve descripción. El local tenía dos pisos. En la planta de abajo estaba la tienda, en un espacio alargado, al fondo del cual estaba la oficina —en tiempos tanto de mi abuelo como de mi padre, tal y como yo la conocí—, y en la planta de arriba estaba el taller.
Los guitarristas que venían a probar guitarras, se sentaban en unas sillas que había dispuestas delante del mostrador, pegadas a la pared que ocultaba las escaleras que subían al taller. Cuando se cerraba el taller, los oficiales y aprendices bajaban hasta la tienda y tenían que pasar entre el mostrador y las sillas para salir a la calle.
Me contaron una anécdota sobre un gitano que un día estaba probando una guitarra en una de las sillas de la tienda. Cuando llegó la hora del cierre del taller y empezaron a bajar los operarios, el gitano los miró, pues prácticamente pasaban por delante de él. No pasó nada al principio, pero según fueron apareciendo, se empezó a poner tenso.
Entre estos operarios había uno que era cojo, y la barnizadora, una señora no muy joven, que era tuerta. Se despidieron de los que había en la tienda y desfilaron hacia la puerta… y el gitano, viéndolos pasar uno detrás del otro, se levantó visiblemente apurado, dejó la guitarra sobre el mostrador y antes de salir por la puerta exclamó: “¡Ozú, ehto e un zardo!”. Y se fue para no volver.
Perico de los palotes
Esto me sucedió a mi hace cosa de 8 o 9 años (escribo esto en 2012). Recibí un correo electrónico de un señor muy disgustado porque había visto una carta de Andrés Segovia para mi padre, que habíamos publicado en su libro “En torno a la Guitarra”, y que para su decepción había comprobado que la firma había sido falsificada.
Antes de continuar, he de comentar que Andrés Segovia escribió una carta a mi padre en la que, en el último párrafo, decía que “Al proseguir José Ramírez tan tenazmente en la realización del ideal de toda su vida, estoy seguro de que llegará a construir las guitarras más sonoras y de más bellos timbres del mundo”. Pero un tiempo después, en una de las visitas de mi padre a su estudio de la calle Concha Espina, Segovia le pidió que le llevara esa carta porque quería hacer una rectificación. Cuando le entregó la nueva carta, en el último párrafo había escrito lo siguiente: “Al proseguir José Ramírez tan tenazmente en la realización del ideal de toda su vida, ha construido las guitarras más sonoras y de más bellos timbres del mundo entero”.
Pues, bien. Resulta que teníamos las dos cartas enmarcadas —que eran idénticas en todo salvo en el último párrafo— en su momento lo único que se hizo fue cambiar la antigua por la nueva y dejarlo así. Pero, al trasladar la tienda de la calle Concepción Jerónima a la calle de La Paz, parece ser que, por no mirar las cosas detenidamente colgamos la antigua, mientras que en el libro, En torno a la Guitarra, estaba la, digamos, buena, la rectificada posteriormente por Segovia.
Para más inri, resulta que, aunque el editor del libro de mi padre había publicado la carta buena, no recuerdo por qué razón hizo un copia/pega a la antigua (es decir un copia/recorta/pega como puedas) de la firma de Segovia, de modo que se veía claramente el pegote. Al darme cuenta de esto, le dije que tenía que cambiarlo, porque no solo parecía una falsificación, sino además burda y fea.
Para no tener que destruir la tirada completa de esa edición, optó el editor por hacer una hoja adicional con la carta y la firma originales, sin apaños, que adhirió sobre la hoja chapucera en la que, además, estampó varias veces el sello de la editorial para tapar la firma del copia/pega. Como puede observarse un método muy sutil de ocultación de datos, de modo que si uno optaba por despegar la hoja superpuesta (inevitable tentación, creo yo), se encontraba con la hipercorregida, tachada y pegoteada firma de Segovia.
Para no adentrarnos en terrenos pantanosos que nada tienen que ver con el tema que estamos tratando, dejémoslo, simplificando, en que aceptamos el apaño. También conviene aclarar, antes de proseguir, que esto solo se produjo en la primera edición, ya que en las posteriores este asunto quedó definitiva y adecuadamente corregido.
El señor que me escribió indignado —y con razón, hay que admitirlo— al parecer había leído el libro, había visto el apaño de la firma de Segovia en una carta donde decía que Ramírez había construido las guitarras más sonoras y de más bellos timbres del mundo entero, y luego se había pasado por la tienda y leído la carta antigua que teníamos ahí colgada, donde decía que en realidad Ramírez llegaría a construir las guitarras más sonoras, etc, etc., y, normal, llegó a la inevitable conclusión de que habíamos hecho una falsificación de todo.
Una vez expuesta su decepción con todo lujo de detalles, se despidió firmando como Perico de los Palotes.
Inmediatamente, llamé a la tienda y hablé con el encargado, y le pedí que comprobara lo que ponía en la carta de Segovia que teníamos colgada. Efectivamente, era la “mala”. Ahora había que buscar la “buena” y sustituirla inmediatamente. La buscó, la encontró y la sustituyó.
Entonces, y sin perder tiempo, contesté al correo electrónico más o menos así: “Estimado Perico de los Palotes, lleva Vd. toda la razón. Se conoce que, tras la mudanza de Concepción Jerónima a la calle de La Paz, colgamos la primera carta escrita a mi padre por Andrés Segovia, ya que no se nos ocurrió leerla entera antes de ponerla en la pared. Gracias a su correo hemos podido detectar el error y sustituir la primera carta por la que después rectificó Segovia y entregó a mi padre. Puede Vd. pasarse por la tienda cuando quiera y comprobar que no es una falsificación”.
Llamé al encargado de la tienda y le pedí que estuviera atento a lo que sucediera relacionado con la carta. Un rato después me telefoneó para decirme que, cosa de media hora más tarde, entró un profesor de guitarra que él conocía, se acercó al cuadro de la pared donde estaba la carta, la estuvo mirando un rato, y se fue.
Estuve tentada de pedirle que me dijera quién era, pero preferí respetar su deseo de intimidad y el encantador misterio oculto tras el nombre de Perico de los Palotes. Así que no tengo ni idea de quién era, pero le estoy muy agradecida por haber detectado un error tan grave, permitiéndome corregirlo oportunamente. Como siempre, todo sucede para bien.
Don Juan Baello y la lujuria
Creo que se escribe así: Baello, pero no estoy segura, ya que esta es una simpática anécdota que me contó una amiga, quien tampoco estaba segura de que fuera con B o con V.
De modo que lo dejaremos en Don Juan Baello, así, como suena.
Esta historia nada tiene que ver con Casa Ramírez en particular, aunque sí con todas las guitarras españolas del mundo. Y me hizo tanta gracia, que pensé que merecía un lugar en este breve anecdotario.
Escribiré en primera persona, tal y como me lo contó mi amiga.
Yo debía tener entre 4 y 5 años. Estaba en casa de la madrina de mi hermano, Angelines, una mujer muy religiosa (de Acción Católica), y a su casa periódicamente llevaban una imagen del Sagrado Corazón, y a veces de la Milagrosa, y durante la semana en que tenía esa imagen iban amigos, fieles y devotos para rezar ante ella.
En una de las ocasiones en que mi abuela me llevó, apareció un hombre muy respetado por todos, pues pertenecía a la Adoración Nocturna, y en mi imagen de los 4 años lo recuerdo como un hombre muy alto, envuelto en una capa española: don Juan Baello.
En esa ocasión yo estaba jugando, y en un momento sonó una música de guitarra española en la radio. El hombre se irguió de su asiento y le dijo, muy indignado, a Angelines (ceceaba ligeramente): “Ezta múzica tenía que eztar prohibida, porque incita a la lujuria. Laz guitarraz, con zuz formaz que recuerdan laz formaz de laz mujerez zon pecaminozaz, y eza múzica incita a la lujuria y tenía que eztar prohibida en la radio”.
Paladeaba de tal manera la palabra “lujuria” que, desde mi corta edad, me parecía algo muy apetecible según pronunciaba “lujuria”, como delectando un bombón de chocolate que se deshacía en la boca. Era algo incógnito y fascinante. Y recuerdo esta conversación debido al placer con que saboreaba la palabra “lujuria”. Muchos años después aprendí el significado de “lujuria” y me pareció todavía más fascinante.
Estos sucesos se produjeron en Ferrol, a comienzos de los años sesenta. Y aunque sé que no tiene nada de original la asociación de la guitarra con el cuerpo de la mujer, sí me parece muy curiosa la intensidad emocional que la guitarra despertaba en este caballero, y por ello me parece digno de mención.
Lo cierto es que conozco a unas cuantas mujeres de guitarristas celosas de la relación de su amado con las guitarras. Incluso una me llegó a decir que viendo como su marido cogía las guitarras, las miraba y las tocaba, a veces se sentía celosa. Lo dejaremos aquí para que cada uno llegue a sus propias conclusiones que, por cierto, no tiene por qué compartir, pero sería divertido aprovechar esta oportunidad para invitar a los lectores a contarnos sus propias experiencias al respecto, por supuesto anónimamente, como Perico de los Palotes.