Cuando hablo del fundador de nuestra saga familiar de constructores de guitarras, mi bisabuelo José Ramírez I, me gusta referirme a él como el tatarabuelo, porque en definitiva es el tatarabuelo de mis sobrinos, y porque tatarabuelo es una palabra que me gusta mucho, es más contundente que la palabra bisabuelo y, además, como me agrada decirles a mis sobrinos, es un privilegio tener un tatarabuelo de quien se pueden contar anécdotas, evitando así que caiga en el olvido y dejar que viva en el recuerdo de quienes las escuchan, o de quienes las leen, como pretendo conseguir con este escrito.

Para mí ver su fotografía no se reduce tan solo a contemplar un semblante no carente de dulzura, así como una noble mirada, sino que me permite adivinar algo más profundo gracias a los retazos de una historia latente detrás de esos ojos, una historia que le da contenido y por la que se vislumbra su alma y hace que sea fácil encariñarse con él. Y es que, si mi padre no me hubiera contado unas cuantas cosas sobre él, jamás habría adivinado que tenía tan mal carácter.

Creo que el tatarabuelo era un romántico empedernido, aunque solo fuera por aquello que solía decir de que el guitarrero que no moría en un hospital de beneficencia era porque no tenía dinero para llegar a él. Amar un oficio hasta ese punto, sobre todo cuando su padre gozaba de una buena posición económica, es un dato lo suficientemente significativo como para referirse a él como un personaje romántico. Y además hay anécdotas sobre él que respaldan ese atributo.

Anécdotas del tatarabuelo

Sería a finales del siglo XIX y comienzos del XX cuando cierto caballero apostado en la puerta de su guitarrería, había logrado convertirse en poco menos que el terror de los tranviarios. Era el tatarabuelo. Eran tiempos de transición de los coches de caballos a los tranvías. La entrada de la calle Concepción Jerónima, donde estaba la guitarrería -a la que, dicho sea de paso, muchos han calificado como el santuario de la guitarra- y que era en realidad un cruce de caminos, se había convertido en un escenario de guerra entre tranviarios y carreteros.

Por esa tradicional mala uva de la que algunos hacemos gala cuando estamos ante un volante, era bastante habitual que muchos tranviarios, al ver que una carreta tirada por caballos se iba a encontrar frente a ellos en el cruce, mantuvieran su trayectoria impidiendo el paso a los carreteros. Un tranvía podía frenar, pero no dar marcha atrás, mientras que una carreta sí podía dar marcha atrás, pero con mucha aparatosidad y complicadas maniobras.

Pero resulta que el tatarabuelo había tomado partido por los carreteros. Y ningún tranviario se atrevía a atravesar el conflictivo cruce bloqueando el paso a un carretero si el tatarabuelo estaba presente.

Puedo imaginar al tatarabuelo apoyado en las jambas de la puerta de su tienda-taller observando el mundo y la vida y, sobre todo, el cruce para ver venir el tranvía y la carreta, y encendiéndose entonces como un fogón, con esa cara suya tan seria, quizá agitando los brazos o abriéndolos dramáticamente de par en par, en el típico gesto de “no pasarán” o “por encima de mi cadáver” ante un tranvía, incluso discutiendo con su conductor acaloradamente si se terciaba y casi llegando a las manos, mientras a su alrededor se iba formando un circulillo de mirones apostando por unos o por otros y tal vez peleándose entre sí para animar la escena.

Y en cualquier caso puedo imaginar que sería una experiencia lo bastante intensa para los tranviarios y así fue como debieron optar por renunciar a la perversa práctica de fastidiar al carretero.

No sé qué oscuras frustraciones descargaría sin piedad sobre los tranviarios ni qué deliciosas satisfacciones sentiría al ver la expresión de los victoriosos carreteros a quienes con tanta vehemencia defendía. Ni sé qué oscuras frustraciones descargaría sin piedad sobre el cura en la sacristía ni qué deliciosas satisfacciones sentiría al ver la expresión de los victoriosos padres de los niños listos para el bautismo a quienes con tanta vehemencia defendía. Lo que sé es que tenía que ser una terapia de lo más eficaz.

¿Que por qué la tomaba con los curas en los bautizos?

Imaginemos a un bebé recién venido a esta buena tierra y extraño mundo sin tener ni idea de lo que le esperaba. Porque no bastaba con nacer, irremisiblemente, con el pecado original, sino que para limpiarlo había que pasar por el bautismo que a su vez había que pagar. Y si no se pagaba, porque los padres no disponían de medios, entonces muy piadosamente el cura inscribía a la criatura en los archivos de la iglesia como “pobre de solemnidad”, sin dejarle maldita esperanza de escapar de ese destino prefijado en un trozo de papel.

La primera vez que el tatarabuelo apadrinó a uno de esos niños pudo cambiar el rumbo de su destino, o al menos abrir una puerta a horizontes más luminosos, porque tal fue la tremenda discusión que mantuvo con el párroco en la sacristía para que no marcara al bebé con semejante sello, que consiguió su propósito no solo para ese niño, sino para todos aquellos a los que apadrinó después, pues al correrse la voz sobre la ferocidad con la que el guitarrero del barrio defendió a su ahijado, se convirtió en el padrino de la mayoría de los nacidos en su parroquia.

Porque cada vez que el cura veía al tatarabuelo encabezar la comitiva bautismal, con tal de evitar la bronca, aceptaba de antemano dejar libre al bebé de elegir un futuro más alentador que el de la solemne pobreza inscrita con su nombre en los archivos de la sacristía. De este modo el tatarabuelo se convirtió en el padrino, pero en el buen sentido de la palabra, de su parroquia.

Así que el tatarabuelo no solo defendió a los carreteros y apadrinó a la mayoría de los niños de su parroquia, sino que sobrevivió a la gripe española, fue masón – algo bastante frecuente entre quienes ejercían un oficio en aquellos tiempos- cambió de siglo y también, y sin saberlo, inició una cadena generacional de guitarreros que ya va por la quinta. Y todos enamorados de lo que hacemos. ¿qué más se puede pedir de un tatarabuelo?

Artículo escrito por Amalia Ramírez.

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